El fragmento debe ser como una pequeña obra de arte, aislado de su alrededor y completo en sí mismo, como un erizo -- Friedrich Schlegel --

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domingo, 22 de diciembre de 2013

El joven Castorp

   Su nombre lo conocíamos incluso antes de acercarnos a estas páginas. Es Hans Castorp, un muchacho de 23 años que habla y piensa como si tuviera 40. Ha subido a un sanatorio suizo en los Alpes con la intención de visitar a su primo enfermo de tuberculosis. Ciertamente, se trata de una inconsciencia, porque está cantado que él también va a contraerla; pero estamos en un año indeterminado antes de la Gran Guerra y estas cosas no se saben. Aún se cree que el único remedio contra la romántica y mortífera enfermedad (además de extremadamente contagiosa) es el aire puro y el frío. Castorp va a quedarse sólo tres semanas, o eso cree. Tiene una imagen romántica de la enfermedad, cree que ennoblece y otorga sabiduría. El locuaz Settembrini le viene a decir que la enfermedad sólo hace que te mueras, de sabiduría nada de nada. Y en efecto, a poco que observa lo que le rodea, Castorp comprenderá que en ese apartadero de los condenados hay ganas de vivir (seguramente, más que en ningún otro sitio) y una angustia que puede rozar la histeria. También comprueba algo curioso: el sanatorio parece fuera del tiempo. Allí las cosas se viven de otra manera. Sea por ejemplo esta mujer rusa, Madame Chauchard, casada pero soltera en la práctica, que reparte el año en distintos sanatorios, y aunque joven lleva una vida al margen de la sociedad. Es como si su vida se hubiera detenido. Está casada, está enferma. Si al menos no diera un portazo cada vez que entra en el comedor... Sus costumbres no tienen nada que ver con las del joven Hans. ¿Por qué le molesta tanto? Una aprendiza de celestina y psicoanalista espontánea le abrirá los ojos o se los dirigirá en la dirección correcta: el joven Castorp se queja tanto de ella porque en realidad está enamorado. El pasaje más gracioso de este amor naciente es aquel en que, después de jugar a mirarla una y otra vez, y tras comprobar que ella se ha dado cuenta de su vigilancia, Castorp soporta dos días en que ella lo ignora, incluso renuncia a dar un portazo al entrar en el comedor. Entonces comprende que es por su causa, que "aquel cambio de la dama estaba relacionado con él" y que "la existencia de una relación entre ellos, aunque fuese bajo una forma negativa, era innegable y, por lo tanto, suficiente".

Thomas Mann: La montaña mágica. Barcelona: Edhasa pocket, 2008, pág. 206.

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